A veces pierdo la cuenta de la cantidad de días que llevo sintiéndome así. A veces pienso que es quizá la constante. Que en realidad no es un estado si no un modo de estar que se esconde por lo bajo de toda sensación y forma de ser distinta a sí mismo. Días en que uno se vuelve una nube blanca de vapor y se aleja de su propia desnudez goteando tiempo que transcurre. Todo tiempo que pasa es aquello que no volverá a ser. A veces intermitencia. Cuando la única evidencia de que uno está en uno es el peso que arrastra por el espacio de un lugar a otro sin saber bien dónde ni cómo acomodarlo a su presencia. A veces no llevo la cuenta. Cuando la existencia se difumina y se hace árida y todo pensamiento es sensación sin forma. Una constelación de sinsentidos vagando entre este y todos los estados posibles donde uno no está. A veces suspiro largo desde un cuerpo que me parece ajeno y circunstancial. Lejos de un Yo -ahora coyuntura entre este lapsus y un Mí misma- donde cada uno de mis egos se disuelve hasta dejar una materia pura y previa que hay que volver a tallar en pos de lograr hacer una persona- Pierdo la cuenta de la angustia. De cuánto había logrado tallar. De la espesura y la tensión de los días. Salgo de la ducha, me hago un café, miro las cosas a mi alrededor como si estuvieran ahí desde siempre, por primera vez. A veces pienso que esto pronto se irá. Me siento amorfa a escribir todo aquello que me hace nubosidad sin sombra. Me dejo ser permeable a las voces que desde lo cotidiano me recuerdan un aquí y ahora. Un espacio donde volver. Aquella otra forma de estar. Dónde resido. Cuál es la forma más
real
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