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Foto del escritorPriscila Vallone

¿Siete años, ya?

A veces no necesitas más que un soplo fuerte de viento para acordarte de repente de algún día en el que jugabas con él en la vereda y el sol le daba en la cara mientras te decía alguna cosa que no podes reconstruir bien pero resuena su vocecita en tu cabeza. Uno no elige qué ni por qué ni cuándo recuerda. Que a veces pase desapercibido y sigas con tu día normal, o que a veces sea suficiente para teñir tu día de nostalgia y no dejes de extrañar fuerte por un buen rato, quizá solo ese día, quizá dos días más, a veces toda la semana. Recuerdo una vez que mi madre vio un niño con su mismo pantalón en el supermercado. No sé qué sintió, y yo no pude hacer más que escucharla. Uno no elige qué le duele, ni en qué momento, ni por cuánto tiempo. Leí en un montón de lugares la cuestión de las cinco etapas del duelo. Como si eso y otras cosas a veces hasta habilitaran poder decirle al otro que ‘ya es tiempo de que no te duela, de que te cures, de que sigas adelante’. Para el dolor no existe el tiempo, la vida está en pausa. Para el cuerpo que se duele tampoco. Ni la lógica, ni las etapas, ni se le puede decir cómo debería ser o hasta cuándo o cómo llevarlo. Seguir adelante es algo que hacemos inherentemente a estar vivos y eso no anula el dolor, ni los malos días, ni el extrañar, o sufrir la ausencia, o la madrugada en llanto. Hay cosas que no se 'sueltan’ o cuanto menos no es una elección hacerlo, porque nosotros no estamos agarrando ese dolor ni lo queremos pero se nos arraiga y nos habita como si pudiera ser parte del cuerpo. No es algo de lo que te puedas disociar voluntariamente, ni aunque se quiera, ni aunque hayan pasado cien años, ni aunque parezca que ya estás tan bien que no lo vas a sentir nunca más. Solo podes, a la fuerza, aprender a convivir con ello. Cuando nos preguntan esas cosas, miramos el piso o sonreímos suavemente porque sabemos que no hay mala intención. Porque sabemos que quien nos quiere bien solo intenta ayudarnos a estar mejor, a movernos, a seguir. Pero lo cierto es que solo puedo pensar en qué alivio que quien pregunta esté tan lejos de entender el dolor sin fin. Que realmente sienta y crea que hay un 'salir’ de lo que duele. Que todos los recuerdos de quien se fue van a venir siempre con una sonrisa y que vamos a poder celebrar de ahora en más que simplemente existió. Que vamos a aceptar siempre que ya no esté. Que ya no vamos a cuestionarnos cómo sería nuestra vida si hoy estuviera. Que no vamos a enojarnos de tanto en tanto con la imposibilidad. Que no vamos a pasar días enteros llorando porque no entendemos nada y sólo se puede pensar en cuánto amas y que ya no está. Pero no, en estos siete años entiendo que no funciona así. A veces recordas una tarde jugando y su alegría y te volves a reir con él, otras veces recordas tus manos en su carita en el cajón y tus lágrimas cayendo sobre él. A veces sus ojos abiertos entre las flores del patio, otras sus ojos cerrados entre las flores en las paredes en el velorio. Y así vas, remando los días, a veces mejor, a veces peor, a veces nada. A veces te quedas inerte sintiendo el vacío y la nada. A veces te sentis como el primer mes que se fue, perdido y tambaleando, otras pensas que avanzaste un montón y luego de llorar te recompones, otras te puede más el llanto y no te deja hacer nada en todo el día. 'Fue hace bastante’ no existe en este mundo. 'Pasó hace un montón’ despierta un sí, es verdad, para el que está en otro cuerpo pasó un montón. Para mis padres, para cada padre que perdió un hijo, estoy segura de que cada día que despiertan lo vuelven a perder, todos los días vuelven a no tenerlo, no importa si esto sucede hace uno o veinte años, el dolor de cada día está ahí igual. He escuchado y leído historias de todo tipo movidas por el dolor, el desespero, el no saber qué hacer. He pensado qué locura hacer o pensar tal cosa. Hasta que me tocó de cerca. Hasta que a los golpes entendí que el dolor es así, que no estamos locos por pensar o hacer nada de lo que hacemos, que a veces estamos tan anestesiados de la vida que no comprendemos ni nos damos cuenta que lo que nos sucede es desbordarnos de un enorme amor que no sabemos cómo encausar. Porque eso es todo en realidad, amar tanto a quien se fue y no saber qué hacer con esa ausencia. Con ese amor que se nos fue y cuyo cuerpo ya no podemos amar porque no está presente. Aprendí que escuchar y sobre todo entender es la mejor herramienta que podemos usar. Que no podemos juzgar al otro si no estamos en su lugar. Que no podemos minimizar su dolor ni opinar si lo que hace con él está bien o está mal porque cada uno lo experimenta y lo transforma en el tiempo que necesita y como puede. Que no todos tenemos las mismas herramientas, ni pasamos las mismas historias, ni recorrimos el mismo camino para llegar y estar y comprender las cosas de la misma manera o al mismo tiempo. Que se necesita paciencia infinita para con los otros y hasta con uno mismo para darle lugar al cuerpo que se acomoda en el dolor y aprende a vivir con él. Con los buenos y malos días. Con el tiempo que pasa y no pasa. Con la gente que dice que fue hace un montón y la gente que solo te escucha. Y cada uno desde su lugar, bien o mal, te ayudan a encausar el amor. A veces, hasta a amar mejor.

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