Fracciones de segundo hacen la diferencia. Que el sol salga antes o después, y el cielo anaranjado se derrame con ternura o se contenga en una esquina. Encontrar una prenda con olor a invierno y a mi casa. Hogar son los huesos que escarchan. Un humo tibio sale de mi cuerpo y se suspende en el aire. A veces estoy tan cansada que lloro. Luego no entiendo por qué, vuelvo a llorar y me acurruco en la inestabilidad. Pienso qué es hacer las cosas que hago, correr mentalmente hasta estando quieta, cuál es la naturaleza que me agota y extiende la irregularidad de mi sustento. Llorar tiene para mí un significado que excede a la palabra y a la lágrima. Tiene que ver con plumas, o niños, y sobre todo con estar vivo y tener hambre. Un hambre del espíritu. Una búsqueda interminable y en pausa. Querer vaciar el cuerpo de todo bien y todo mal y de todo lo que sucede en sí: a veces estoy tan poblada que el llanto es el único medio de hacer un hueco en la herida para apoyar suavemente la yema del dedo y pedirle que no sangre. Es el manifiesto de querer parar la vida un segundo y preguntarle cosas. Verla desde afuera. Sentir qué es no estar en ella. Fracciones de segundo hacen la diferencia. El rayo de luz que baila en mi pierna. Encontrar una fotografía de alguien que amo. Recordar que el camino me llevó tanto tiempo. Y me hizo todo lo que quiero, y lo que no quiero ser.
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Priscila Vallone
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