Llorar porque la vida es leve. Llorar porque es sutil. Llorar porque somos tan livianos y efímeros. Aunque ni siquiera entendamos de levedad. Llorar porque equivalemos en el universo al momento en que una pluma y su peso se deslizan por el aire en frente nuestro. Llorar porque existimos durante su caída al mismo tiempo y también caemos. Llorar porque cada partícula es un hilo fino que también es nosotros transitando en lo delgado del borde del espacio tiempo. Llorar cuando los sueños son recuerdos que son sueños de recuerdos que se hacen cascada de pensamiento en un futuro que aún no llegó y al mismo tiempo ya ha sido. Porque nuestro tiempo es principio y final en una misma unidad. Porque a veces nos suspendemos del tiempo y ya no hay lugar. Llorar y a veces no saber bien por qué. Llorar de alegría y de tristeza y de existencia porque el mundo es doloroso y se acaba y renace una y otra y otra vez. Llorar porque no nos damos cuenta de lo ínfimo y la pureza. Hasta que un día, llorando, entendemos que simplemente todo es en su momento justo de ser, y que cada lágrima es un estado nuestro que fue. Llorar porque se nos engendró un cuerpo que puede amar y partir y transformar. Y llorar porque dejar ir ser y estar es también amar. Comprender la enseñanza y las formas que podemos adoptar. Llorar porque nada poseemos y nada llevaremos y eso está bien. Llorar porque sabemos que en cualquier momento nos volaremos de este mundo. Llorar porque somos leves y nuestra levedad también está bien
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Priscila Vallone
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