Soñaba que uno había desaparecido. Almendra ladraba, todos buscábamos. Y mientras, soñaba que soñaba que lo veía, que sabía dónde estaba, que necesitaba mínimos indicios para ir a encontrarlo. Cuanto más me acercaba, entraba en parálisis. Veía mi pieza, escuchaba a mis padres hablar, trataba de gritar fuerte porque me ahogaba. Me ahogaba lento, cada vez me faltaba un poco más el aire, hasta que mi cuerpo no aguantaba mi cara contra la almohada y podía darme vuelta para respirar. Qué difícil mentalizar relajar y no desesperarse para salir de la parálisis cuando te estás ahogando. Me dormía en seguida y entraba de nuevo al espacio donde buscábamos, como si el sueño nunca se hubiera cortado en ningún momento, la búsqueda seguía aunque yo no me enterara de qué pasó en el medio. Volvia a soñar que soñaba. Entraba en sueños lúcidos de un sueño dentro de un sueño. Vi una escalera, -sabiendo que soñaba doble y que era lúcido- subí corriendo para intentar elevarme y sostener estar flotando para aprender a usarlo como herramienta. Al llegar al punto máximo y despegue, entro en parálisis. Otra vez el ahogo. Todo parecía eterno. Entraba y salía de parálisis en mi habitación, a sueño de búsqueda, a sueño dentro de sueño en otro espacio como si se sucedieran al mismo tiempo, como si todo estuviera superpuesto, como si ninguno se terminara ni se pausara sin importar en cuál de todos me encontrara yo. Una siesta de dos horas. Cuando despierto mi cabeza explota y mi pecho late agitado. Entra mi padre y me pregunta: “¿todavía estás durmiendo?” Yo siento que no duermo hace tres días. Que tengo tanto por aprender. Pero que todavía no lo entiendo.
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Priscila Vallone
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