(Había un espacio en la inmensidad. Un espacio fuera del tiempo, fuera de lugar, ningún lugar.
Había haces de luz pura surcando. Todo era blanco. Un blanco verdadero, la idea, la abstracción, lo que en el mundo no está.
Había un cuerpo. Una materia indivisible y al mismo tiempo doble. Un mismo ser habitado por dos. Una extensión de piel sin sexo sin fin sin tiempo. Un cuerpo mutuo que contenía en si mismo toda la existencia antes de nacer, de tener tiempo, de ser en el mundo.
Había dos estados conviviendo una comunicación tácita un deseo de entrega una ausencia de ego. Un poder ser en un otro que es a la vez uno mismo.
Una certeza pura de qué es el amor.
Habían porciones de cuerpo desapareciendo de uno y apareciendo en el otro como una vorágine eterna e indefinida sin razón de saber cuál es cuál o quién es quién o si hay un quién.
Había un cuerpo que habitaba la esencia. Que era unidad.
Había un espejo. Una estela reflejando. Había alguien que desde el mundo observaba la oleada copórea multiforme armarse y desarmarse. Suspendido para siempre en la experiencia irrepetible que al despertar el mundo no podría volver a concederle jamás)
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