¿Y allá hace frío? ¿te duele algo? -observo todo tremendamente intacto. Trato de equilibrar los floreros pasando algunas flores al que está vacío del otro lado de la ventana y tiro sin querer las piedras que había dentro, caen al piso, y a otro nicho vacío- Uh, perdón, siempre me mando alguna. A esa piedra que cayó en la cueva de acá abajo se la regalamos al que venga para su florero. Ves que no cambio más, seguro que ahora te estás riendo. -por fuera del perímetro del cementerio el tiempo seguía transcurriendo y la tarde caminaba encima nuestro- ¿Y podes ver cómo se va el cielo dorado? ¿allá también tiemblan de emoción? ¿lloran? ¿por qué se me caen lágrimas solas y sin pensar en nada? Los pensamientos vienen después, ahora. ¿Vos veías lo que yo veía? No podría olvidarme de la gente parada detrás nuestro, entre los otros muertos, con el viento de costado tirándonos para el mismo lado, del sol, de los otros niños, de las otras lágrimas, de tocar tu cajón cuando tu ventana todavía no existía y lo más vívido era la frescura de ese último momento, ese último poder ver dónde estabas y que todo ocurría de verdad, el momento exacto donde para mí adquirió sentido la palabra “dejar”. Porque después el cemento. Después el recuerdo. Después la locura. Después no poder discernir si lo vivimos de verdad o fue un mal sueño. Después hoy. Pero en ese momento te dejé, me separé de vos y de tu muerte luego de diecisiete horas sintiéndola encarnada en mi nuca, y fue un antes y un después, un dejar de verdad y todo lo que eso implica. Te dejé para que pudieras ir tranquilo y quedé a la deriva. Quería tu mano y tu un día antes y retrasar todo tiempo como fuera y cualquier imposibilidad que pudieras imaginarte. El momento exacto de mi vida donde adquirió total sentido la palabra “deseo”. Vidita tenía tanto, tanto deseo de burlar a la muerte y encontrar un espacio intacto, puro y eterno donde el tiempo no te alcanzara, donde yo pudiera de alguna manera mantenerte vivo, cálido, donde pudiera apoyar mi oído en tu pecho y sentir tu latido de niño, ahí, constante, para siempre. Donde tus ojos enormes me llenaran de ternura, y tu luz entera me abarcara. Hoy dolor. Un ardor intenso entre los huesos. Incertidumbre. Sensación de la nada en si misma paseando por entre las tumbas, rodeando mi cuerpo, entrando en mi pensamiento. Ciertas zonas, lagunas en el cuerpo donde no se puede estar. Espacios propios que uno no puede habitar. Vacíos inmensos que nos arriesgan a enloquecer. -Abro la ventana, pienso que hay que cambiar las fotos desteñidas, limpiar las arañitas que les hacen compañía, agarro su pelota de tenis que era verde y ahora es blanca. El tiempo definitivamente siempre alcanza a nuestros muertos, nunca están intactos, hay una fuerza que avanza sobre ellos y los modifica tanto como a nosotros- Y allá, ¿también desean cosas, tienen sensaciones? ¿y les llega de alguna forma todo lo que nosotros sentimos y proyectamos? ¿Te acordas cuando salía de la escuela y me venía a visitarte? Y vos, ¿vas a poder algún día escaparte y venir a verme un ratito? -Golpeo el vidrio con las uñas y ese sonido es el único en todo el lugar. Lo repito como si esperara una respuesta que nunca llega. Me alejo deseando que me siga. Como si al darme vuelta pudiera verlo esconderse entre otras tumbas, corriendo para que no me dé cuenta, riendo detrás de mí porque no puedo alcanzarlo. Así, tal cual se fue, contento, casi por llegar a casa, jugando.
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Priscila Vallone
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