(Los colectivos me ayudan a pensar. A suspenderme en el espacio entre un lugar y otro -que parece desechable- pero es en donde uno se encuentra siendo, flotando. Exactamente en ese espacio y no otro. Donde parece que no puedo hacer más que quemar los minutos de transición hasta algún otro objetivo. A veces horas. Y aparece el pensamiento. Como por inercia. Como para no tener oportunidad de desperdiciar nada. Como el espacio negativo fotográfico que se hace espeso y sin embargo, siempre dice algo. Siempre/dice/algo. Resuenan recuerdos pareceres opiniones voces internas música. Todo en una conglomeración que hila sentido difuso por lo bajo, detrás de la propia mirada. De repente silencio interno. Pausa. Estado de poesía. Enajenación del mundo. El tiempo que se ha ido mientras miro por la ventana. La ciudad lejana. La vida resumida al momento en donde uno no puede hacer nada más que esperar y dejarse llevar. Donde no tiene necesidad de accionar. Los pensamientos se suceden con o sin sentido como múltiples anocheceres en el cuerpo. Uno de repente se desarma ya no sabe dónde. Me habla una voz de mujer que me cuenta que sabe sobre calzado y que el mío no es de acá. Me sorprendo y pienso que es la única vez -por estadística- que voy a escucharla, que habré entrado en contacto con su universo, su persona, y que al bajarme todo eso se disolverá en un pasado breve. La saludo. Me bajo. Piso Buenos Aires. Vuelvo a accionar, a ir, a tener que caminar y un dónde llegar, para luego seguir teniendo otras cosas que hacer. Camino y entiendo que el objetivo estaba ahí: en el pensamiento que viene cuando no puede huírsele. En cada momento que parece desechable. En que un viaje en colectivo te puede transformar. Siento a cada paso retomar mi forma, reconocer dimensiones, y dejar que el momento se resguarde en el instante hasta volver a llegar a otro lugar.)
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Priscila Vallone
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