Custodiar la caída
no es dar su lugar donde caer. Contemplar el exhalo profundo donde la sangre se retuerce y ya no hay grito porque todo ha sido vencido, no hay desespero, no hay ojos ni manos que levanten su voluntad a no ceder frente a la caída que empuja y alimenta el borde del cuerpito por lo bajo, hay un espacio vacío de carácter sufrido donde el dolor se inyecta mentalmente sin quererlo ni poder controlarlo como una anestesia por todo el hueco profundo inserto en ese cuerpo recorriendo finamente cada espacio vivo silenciando la presencia en sombra y esa caída ahora parece suspendida en el aire, como si no cayera o no pesara, lo único que se mueve es el dolor arrastrándose lentamente como queriendo poblar la tierra áspera que fecunda el alma, por ahí fluye retomando el antiguo movimiento del flujo espiritual que se ha frenado de repente, ahí viene el dolor haciéndose sentir solo terriblemente huérfano y no tiene la forma de un ardor, o una molestia, es un dolor desenvolviéndose en una condición de pluma blanda pero que hunde y apreta y se expande, aferrándose a las entrañas, llenando cada espacio y haciendo desear por causa inconsciente sumida en cada rincón de sí la fuerte necesidad de la inexistencia, Y más abajo donde no hay manera de darse cuenta, parece que el corazón late apenas, pálido frente a los restos de un caos, las ruinas montañosas de lo que ha sabido desarmarse y reconfigurarse sin lograrlo y está ahora en caída, está cayendo, viene en la herida y va hacia la herida trae consigo una atemporalidad del caer la caída se suspende pero no deja de estar en caída, en liberación por lo bajo de ausentarse en la vida trae su deriva estática su derrame sanguíneo una súplica y un elemento mudo arrastrado en la pluma del desvelo:
dame un lugar
donde caer.
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