Me gustan los cementerios. Me gustan los muertos.
Caminar entre sus tumbas, hacerles compañía, hablarles.
Y a veces, sentir que me escuchan. A veces, saber que responden.
Cuando camino y los veo detenidamente
siento que me acompañan, que los acompaño.
El viento en el cementerio siempre es suficiente.
Demasiado. El sol en el cementerio siempre
es enorme, cegante, nos arde. La lluvia penetra
los huesos. El espíritu. También nos arde.
La gente es poca para su llanto. Si se huele bien,
la crueldad de la vida presente y en movimiento
está en el aire que sale de sus cuerpos amargos.
Suelo hablarle a los muertos cuyas flores
han muerto con ellos. A los cuerpos olvidados
que ya no forman parte de la ceremonia simbólica
de sus vivos; cuyas tumbas resecas no pertenecen
a ningún gesto que las haga relucir.
Mi símbolo es el habla. Mi presencia.
Soy presencia de su presencia con cariño
a su muerte. Y a la mía también; sé que ellos
estarán ahí cuando yo esté ahí.
Me gusta conversar con los muertos.
Decirles que no tienen la culpa.
La muerte no sabe lo que hace.
No sabe lo que hace.
(Eddyc.s)
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